Silabeando al sumo hacedor, de cuyo nombre no podemos
acordarnos ya que jamás nos ha sido rebelado, hemos de arrastrar el carro de la
existencia por un valle de lágrimas, de por sí bastante hostil, más el ‘aliciente’
diario en forma de cabronadas que nos gastan esos que hemos dado en nombrar
nuestros representantes parlamentarios. Que si no teníamos bastante con
sobrevivir a los traspiés connaturales al existir, le sumamos la ineptitud, por
decirlo de forma asaz suave, de esos hijos bastardos del dinero.
Nada más venir al mundo, y tras el clujío de la comadrona, o
comadrono, empezamos a caer en la cuenta de que la cosa no nos va a venir
regalada. Eso en la cuna del plebeyo, osease, para la inmensa mayoría de los
mortales, que si, por lazos o recomendaciones del demonio, nacemos en un hogar
de alto mondongo, la cosa se tizna de un rosa mariposa y pañitos de algodón de
azúcar, Piluca. Que no hay un reparto ecuánime del tema, vamos, eso se cae ‘de
guindos’ más que zopencos, por cuanto hemos de acondicionar nuestras
expectativas al entorno natalicio. Y lo veo estúpidamente normal, dentro de
todo lo normal de su azarosa y abusona anormalidad. Pero si además, esos
neonatos (niñatos) de punto en blanco y cocodrilo en su frígida tetilla de bruja/o,
se dedican a joder la vida de inopes curritos porque no tienen suficiente con
su privilegiado portal de belén, la cosa empieza a tomar un carisma de hijos de
Satanás que pa qué las rogativas, manifestación o cacerolada contra esos sordos
de oído infecto de ‘me la suda’ esa canción desesperada, y Pablo Neruda...