viernes, 1 de julio de 2011

EL VUELO DE SIMEÓN...(Trece horas)

(Vencejo común)
Juan Sánchez.
Trece horas le di, trece horas me regaló. Simeón, un pequeño vencejo se cruzó en mi camino como ángel caído del cielo. Como diminuto mensajero del mañana extraviado sobre los demenciales aleros de la cerrazón humana. Acorralados por esa realidad  imposible que nos desmiembra, cuando erramos el sendero y dejamos de ser fieles a nuestros sueños…
Esa mañana, a lomos de mi burra de 125 c.c, encaminaba mi derrota hasta la plaza del pueblo. Bajo los nidos pendidos de la concejalía de pasados 'despistes' humanos, urbanos, entre dos rayas de una cebra tumbada en el asfalto, se encontraba Simeón. Aún no tenía nombre, aún era pronto para re-conocernos, pero llegaríamos a ser camaradas de farra y de dolor sin límite en la madrugada.
Simeón, un bebé de vencejo común, yacía tendido en el ardiente asfalto como suplicando ser rescatado de lo inevitable. Frené en seco mi ‘burra’, aún a riesgo de ser ‘cazado’ por el ojo avizor de algún guardián de la seguridad ciudadana (Sin más comentarios). Presuroso, me apeé de mi cabalgadura y rescaté al pequeño avión  de aquel destripamiento seguro. Tenía sus ojillos de obsidiana abiertos de par en par, en un rictus de espanto, acompasado por una frenética cadencia de sus diminutos pulmones que parecían querer romper su pecho. Pero era fuerte, era joven, era un proyecto de vuelo en el horizonte de los dioses aviares. Un viandante, acompañado de un retoño humano, presenciaba con interés la escena de salvamento. El crío se interesó por la avecilla, se la ofrecí para que fuera su compañero de aventuras y juegos. No pudo ser, pero su padre, voluntarioso, buscó dentro del recinto municipal el auxilio de un amigo, que dedicaba su tiempo libre a la cría de jilgueros y canarios flauta. El criador de cantos no estaba, o no quiso estar al saber que de un vencejo se trataba. El cachorro humano se despidió de Simeón, se despidió el padre, y aquel niño de los vientos quedó en mis manos. Desamparado él, desamparado yo, empezamos a querer conocernos sin saber muy bien el cómo o el por qué de aquel extraño pero necesario encuentro. Ahora lo sé, y ahora, estoy seguro, lo sabe él también.
La plaza. Al fin legamos tras una corta travesía en la ruidosa burra. Abarrotada de parroquianos enfrascados en un café con literatura de oficio, una rubia con minifalda y otra con espuma de hielo, o un dime que te digo de aquellos que siguen la vida desde su Iphone. Mi compañero de rotativa virtual, y sin embargo buen amigo, es de estos últimos, de los que viven on-line una vida instantánea, a la velocidad de esa inmediatez extraña al calmo de las montañas con una absurda celeridad por existir. ‘Jota’, así le nombraremos, daba buena cuenta de una de aquellas rubias heladas, se quedó patidifuso al ver a Simeón sobre mi pecho. Extrañado pero atento a sus multitareas, entre la rubia de cortos vuelos y la otra rubia para beber sin miedo. Jota y yo nos dejamos enredar por la mañana y la charla placentera sobre aviones sin alas, morenas disfrazadas de rubia y la placidez de Simeón dormido en la frontera entre mi pecho y mi vientre desbaratado por ‘el tiempo’ (Y alguna pinta, de cerveza).
El camarero sabio, entre rubia fresca y esas otras que refrescan la torpeza, se quedó mirando a Simeón el viajero. No sobrevivirá, me dijo, dejando el hielo de aquella espuma entre mi corazón y el vencejo: ‘le han tirado del nido, por ser el más débil, el menos fuerte de la nidada y los otros, sus hermanos, son esclavos de ese instinto de supervivencia. Es ley de vida en un mundo sin piedad. Concluyó. Y, al rato, me trajo un recipiente de plástico, agujereado, a modo de nido improvisado o silla trasportín para el niño de mi pecho. Supervivencia cruel, solo ganan los mas fuertes, si. Pero el barman y un servidor, sabemos que eso no es del todo cierto. Jota hizo de niñera mientras aliviaba mi vejiga de tanta rubia ‘reciclada’. Sus ojos de sorpresa, cuando puse a Simeón dentro del bolsillo de su camisa, eran toda una declaración de urbanita descolocado y ser humano recobrando la naturaleza perdida, entre los tonos de su teléfono-despacho-guía. Lo encontré acariciando a Simeón cuando quedé liberado, en el escusado, del peso de tanta rubia congelada y tanto hielo en el alma…nos fuimos a casa. Adiós jota, sé bueno, deja el Iphone un rato y prueba a ser menos ‘inmediato’.
De todas maneras, Simeón se estaba poniendo guerrillero. Su inquietud por tantas emociones, demasiadas, parecía haber despertado su instinto de zamparse todo  aquello traído con suma e incansable laboriosidad por sus progenitores. En este caso, un servidor. Y ahí me ves, ya en casa, cazando moscas pizpiretas, cojoneras o no, mosquitos zumbadores en la oreja del incauto dormilón y demás bichos que entraron dentro de mi alcance, algo, bastante, limitado por los ‘daños colaterales’ de aquel empacho de rubias heladas en una jarra de cerveza, y en mi corazón. Tras lo cual, ambos, el vencejillo y un soñador, quedamos expuestos a los caprichos de Morfeo, y el sopor de una tarde implacable salida desde la boca misma del averno. Poco nos importó, dormidos, volamos con vientos frescos, rasando el derroche, el absurdo o la torpeza des-humana.
Era noche cerrada, desperté. Simeón había desaparecido de mi pecho. Arrastrado por una irresistible sed de libertad, dejo huérfano mi corazón oxidado y voló, trastabilladamente, hasta el cercano lecho. Allí, bajo la mesita de noche, dormido, parecía disfrutar de su añorado libre albedrío. Un ejercicio de pura rebeldía, despreciada la placidez y la calidez de mi jaula de oro, se adentró en los senderos de su propio viaje. Sin importar la dudosa ‘seguridad’ que mis cuidados le ofrecían. Eso es pura nada si se vende el alma y la integridad al diablo de la debilidad y la falta de arrojo; descubrir y ceñir los propios céfiros de un destino sin alienar. Bueno, eso pienso yo. Y quiero creer que ese apunte de aventura, lo impulsó el inconformismo que subyace – O habría de morar- en el corazón de cualquier ser mínimamente libre.
No hay libertad para los derrotados. Ambos lo éramos. Vencidos por la injusta realidad de la fuerza, frente a la voluntad aquellos que no viven sin soñar. Una y otra vez volvió Simeón a luchar por sus alas. La noche nos dejó exhaustos, él quería volar. Y yo también. Lo acuné en aquel nido de polietileno y algodón en rama, y pareció convencido por el sueño. O quizá solo era puro teatro para conformar al pobre humano, yo.
Nunca lo supe con certeza. Nunca sabré de sus certezas. Me gusta imaginar que en algo coincidimos. Por un instante, mientras dormía sobre mi pecho, mientras clavaba sus pequeñas garras en la piel de mi corazón, mientras trataba de aferrarse a la vida que se le escapaba, justo en ese instante fuimos un solo ser, unidos para volar lejos del dolor y de esta injusta realidad.
Su corazón latía cada vez con menos fuerza. Eran las tres de la madrugada. Trece horas desde nuestro encuentro. Sus ojos, siempre cerrados, se abrieron de golpe y brillaron con una luz azabache. Mi mano mojaba su pequeña cabeza con unas gotas de agua fresca, pretendiendo apaciguar, anestesiar su tránsito. Queriendo darle una razón para que no me abandonara aquella noche. Me miró, con un brillo triste, dulce, en sus ojillos que me hablaban. Abrió su pico en un estertor que dejaba un velado adiós en la pastosidad de la noche, en la estupidez de una vida desnortada y en aquella lágrima que mis ojos dejaron como epitafio de la alborada. 
Aún recuerdo aquella mirada. Jamás podré olvidarla. Simeón me enseñó a volar, a toda costa, a pesar de todo, siempre volar. Sucumbir en la noche de los que todo corrompen, antes que perder nuestra libre voluntad. Voló lejos de mí, conmigo. Voló por él, por todos. Nunca estuvo tan cerca de volar como aquella noche que dejó de aletear. Ahora no puedo por menos que ceñir la sonrisa de sus ojos, en los recodos sin vida donde arrecia el silencio. Me dejó como testigo de su travesía por un mundo lleno de lágrimas y sueños rotos por la ceguera humana. Yo, el primer estúpido donde los haya. Yo, el último necio que quiso dejar de volar al alba. Más, ahora ¡ya no!. Se lo debo a Simeón: ese niño que todos llevamos dentro, que un día quiso volar pero quebraron sus alas…
(Relato en VMPress)


“Llovió, sobre mis sueños, y el cielo me regaló lluvia y silencio” (Presuntos implicados)

2 comentarios:

  1. Esperaremos el vuelo del simpático Simeón.

    Un abrazo.

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  2. Bueno, Lore, ahí lo tienes concluido. Espero que esté a la altura de tus expectativas, y no te defraude. Saludos. Un fuerte abrazo.

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Muchas gracias. JSP 3.0

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