martes, 18 de agosto de 2009

Brave Hearth


“Brave Heart” (1ª parte)

Hay un puente sobre otro puente, por donde discurre la vía férrea que da servicio a la aldea, una estructura cruza sobre la otra, dos arcos de piedras legendarias, que se arropan, se entrecruzan formando una angosta cúpula sobre el río oxidado que bajo ellas discurre. El puente inferior, lleva la carretera que da entrada al villorrio, y de uvas a brevas pasa un tren sobre ella. Los aledaños se engalanan con un frondoso manto de agreste vegetación que retoba el pueblo, dando a la comarca el inconfundible aspecto de los bosques escoceses, solo rotos por los cercados milenarios de piedras oscuras y recubiertas del omnipresente musguito, que hace las veces de engrudo entre ellas, y donde pastan indiferentes un puñado de rechonchas y flemáticas ovejas.

El poblado se llama “Struan” y está situado en la comarca norteña del país de Escocia, muy cercano al inmenso y archiconocido “Loch Ness”, (Lago Ness), el del polémico y escurridizo monstruo (Nessi); en ruta hasta los que los camioneros españoles conocen como “Los pingüinos”, la lejana ciudad del norte del reino unido, próxima al círculo polar ártico: Inverness. Donde, incluso en plena estación estival, hace un frío que se las pela.

En mi veraniega aventura inglesa, tomé carretera y manta y, pasito a pasito, (Eso es un decir figurado, que queda muy bien) crucé, como quien no quiere la cosa, toda Inglaterra y el país de Gales hasta llegar a la impresionante sucesión de montañas onduladas, sinuosas y siempre verdes, sembradas, aquí y allí, por las ineludibles ovejulas rechonchas. Y tras ver los innumerables castillos, fortalezas, palacios de campo, lo típico y más famoso de Escocia, me detuve a pernoctar en las proximidades de un bosque oscuro, cerrado a la luz, misterioso, casi prohibido y, precisamente por ello, muy tentador y sugerente.

Lo de hacer noche es un decir, de todos es sabido que por esas latitudes y en la época del año en que me encontraba (Mes de Julio), la noche se limita a un eterno atardecer, sobreviniendo la oscuridad, apenas, algo más de tres horas, desde la una a las cuatro y algo de la madrugada (Como diría mi madre:- ¡que cosas!). Y eran las seis de la tarde, no te digo la cantidad de horas de luz que aún tenía por delante. Más, a pesar de ello, decidí hacer “noche” por aquellos parajes, y nunca me he sentido más feliz con mi decisión como aquella tarde, perdido en las tierras del valiente corazón Escocés (Brave Heart) y con el mío ávido de descubrir, explorar y empaparse de todo.

El bosquecillo era muy seductor, no me resistía a su llamada, por eso, dejé el coche en un parking en las proximidades del pueblo y me aventuré a transgredir los cercados de piedras vestidas con su aterciopelado traje de moqueta esmeralda. Caminaba por entre los árboles centenarios, atravesando la maleza que formaba un gabán vegetal a la vez tierno, fresco y oxigenado.

Mis ojos servían de guía a mis pensamientos, que recordaban todo lo leído sobre esos bosques en la soledad de mi habitación, pensando en lo lejanos que se encontraban. Y ahora, mis pasos se deslizaban con cautela por entre las imágenes de aquel boscaje y las ideas preconcebidas en mi distante ciudad de España.

Iba maravillado y rumiando, a la vez, la posibilidad de encontrar a uno de tantos seres mágicos, que, según todas las leyendas anglosajonas, habitan esos laberintos de espesura selvática. Pero no, por más que busqué, no encontré señal alguna de su o sus presencias, y pensé que siendo yo persona extranjera e ignorante del ritual a seguir para su encuentro, difícilmente tendría la suerte de cazar un gnomo, duende, elfo, leprecaut, o cualquier otra presencia mágica de aquellos parajes tan embrujadores. Y aún mas extraño sería que dicho ser, al verse descubierto, me agasajase con su tesoro de monedas de oro, escondidas durante siglos en una mágica olla invisible. En fin, resignación, otra vez será, pensé, y desistí de mi desmañada búsqueda, inspirada en tantas leyendas antiguas y tantos cuentos para los que mantenemos viva la fe y la ilusión de disfrutar de un mundo maravilloso: "los niños".

Pero sí es cierto que, a mi paso, salieron infinidad de animalillos silvestres, desde conejos barbilampiños hasta gruñones lirones (No sabría decir si eran o no Caretos, como afirmase el malogrado “Félix Rodríguez de la Fuente”) que, desde su invisible madriguera, trataban de ahuyentarme con sus rezongos. El río, algo modesto y menguado por el estío, discurría a mis pies y su gorgoteo se acrecentaba a medida que me aproximaba a los dos puentes, donde el suelo se quebraba bajo su lecho, haciendo que se precipitara en una cascada enana con pretensiones de gran catarata y que era más ruido que verdaderas nueces.

Llegué, por tanto, al paso de piedra que daba acceso a la villa, descendí las pocas yardas (algo menos de media milla), que me separaban de las primeras construcciones, teniendo la precaución de caminar por el lado derecho de mi marcha, pues esos atascados de ingleses circulan, como ya sabréis, por el lado siniestro de la calzada (Los guiris son así). Andaba, ojo avizor a los posibles vehículos que se presentaran por el lado equivocado del camino, arrimado lo más posible a los mencionados cercados de piedra, que no dejaban un palmo de tierra libre fuera de la carretera. Dándole al zancajo, llegué al pueblecillo: casas de oscura y fría piedra granítica cubiertas por la inevitable techumbre de pizarra u otros materiales similares. Arquitectura ancestral y muy sencilla, cubículos diseñados para soportar el rigor de aquellas latitudes de tan largos y crudos inviernos, pero que no dejaban de tener su propia idiosincrasia, una marcada personalidad constructiva singular, e indiscutiblemente anglosajona y norteña.

Al aproximarme al centro de la aldea, pude descubrir lo que inferí era un bar, Púb., hostal o algo parecido a esto último, una construcción de lo más típico y representativo de la comarca, una casita de cuento de hadas, toda de piedra y ventanales de roble con vidrieras centenarias. Pero había algo que desentonaba en el jardín de aquella vivienda: unas horribles sombrillas de playa, serigrafiadas con publicidad de una marca de cerveza desconocida para mí. Aquello llamó mi atención, pues era como encontrar un 'Jumbo' dentro de la catedral de Burgos, una aberración vamos. Pero luego pensé, ¡los guiris son así!, no lo pueden evitar, son así y punto...


J.S.P - 2008

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