martes, 7 de abril de 2009

Naila y el dromedario


“Naila y el dromedario”

Me decía Eugène, la otra mañana (Ella es la camarera del bar donde suelo tomar café para engañar el hambre, a la hora de mi inexistente almuerzo), mientras iba y venía sirviendo a los siempre exigentes y caprichosos clientes del bar, que en su país natal (Es del Reino Unido), se toman esos de los animales muy, pero que muy en serio. Que no pasa como en nuestro desmadre patrio, donde cualquier hijo de mala sangre abandona a su mascota, tras haber servido para satisfacer un capricho pasajero de sus malcriados retoños. Allí, continuaba la sensible camarera, el trato hacia los animales está muy bien legislado, y las penas por maltrato o abandono son bastante duras, lo suficiente para que antes de hacerlo se lo piense uno dos veces. Ella tiene varios perros, la mayoría recogidos de la calle, o que llegaron a su casa de la mano de algún “amigo” que tenía mil disculpas para no cuidarlos. Y ella, tras esa mirada de dura, esconde un inmenso corazón que no sabe decir que no, cuando de dar asilo a un animal se trata. Otra cosa son los humanos, en eso coincidimos, y a ambos nos pareció apropiado citar a Diógenes: “Cuanto mas conozco al género humano, más me gustan los animales”. Una cita pintiparada para la ocasión. Como pedrada en el ojo, vamos.

Dejándome llevar por el clima de la sensiblería animal, empecé a relatarle una entrañable experiencia acaecida aquella misma jornada. Le hablé de que a mi paso, a primera hora del día, por la carretera aledaña al circo instalado en nuestra ciudad, había llamado mi atención el pequeño cercado donde se despertaban un elefante y varios camellos. Su silueta no podía pasar desapercibida, ¡era un elefante!, y no suele haber muchos deambulando por estos lares, tampoco demasiados camellos (Realmente eran dromedarios, siempre los confundo, los camellos tienen dos jorobas, y el dromedario solo una). Lo que me hizo parar el coche y acercarme hasta el redil de aquellos exóticos animales, aparte de mi afinidad y simpatía por ellos, fue ver las carantoñas y arrumacos que, tanto el elefante como uno de los dromedarios, se dispensaban entre sí, con un mas que aparente cariño de camaradas de aventuras circenses.

(Una ñoñería, ya lo sé, pero no todo va a ser reventar las tripas sucias de esta nuestra decrépita sociedad, también ha lugar, en mi espacio, un tiempo para la reflexión sentimental y los momentos tiernos, que tanto echamos todos de menos. Por ello, me vais a permitir que este artículo sea algo muy especial).

Le comentaba aquella experiencia matutina a mi amiga Eugène. La delicadeza con que el elefante se deshacía en mimos con el dromedario y viceversa, lo sorprendentemente tierna que era aquella escena, lo extraño de esa curiosa amistad y el encontrarme a mi mismo con una sonrisa en los labios e incapaz de disimular mi alegría ante el acontecimiento que estaba contemplando. Había tocado mi fibra sensible, vamos. En ese momento, de inusual chochez personal y con la palabra elefante, aun, en mis labios, sonó una voz a mis espaldas que tuvo la audacia de rectificarme: ¡Es una elefanta! , no elefante, es hembra y su galán es el camello. ¡Y están muy enamorados!

Al principio pensé que era algún cachondo mental que trataba de tomarme el pelo, pero, tras presentarse como los payasos del Circo ‘ROMA-DOLA’ (Oliver y su compañero), hube de rectificar mi actitud y prestar todo mi interés a su llamada de atención sobre mi historia. Los payasos del circo, ¡casi nada! Siempre he tenido una empatía especial con esos personajes, yo diría aún más, siempre he sentido en mi interior el alma de un payaso. Y sé que muchos piensan que lo soy, incluso, otros me lo llaman despectivamente y sin tapujos, con lo que consiguen alegrarme el día. Yo creo que hacer felices a los demás compensa, indiscutiblemente, la ceguera de algunos seres patizambos.

Andaban, los histriones, bastante preocupados preguntando al personal donde podrían conseguir un poco de alfalfa o paja seca (Lo de un poco es un decir, ya que necesitaban unos trescientos o cuatrocientos kilos, lo que comen los animales en un día) para alimentar a los herbívoros del circo, entre ellos los dromedarios y la elefanta “Naila”. Según me relataron, el camión que transportaba dichos alimentos se había averiado a su paso por Madrid, y aún tardaría un par de días en llegar, de ahí su preocupación. Les indicamos algunos sitios, más o menos próximos, donde, quizás, podrían conseguir algo de alimento para aquellos enormes bichos. Y metidos en conversación, a la par que calmaban su sed con un buen tinto de verano, estuvimos comentando los entresijos de la sacrificada vida de ese mundo de la farándula circense. Desde su vocacional y gratificante oficio de payasos (El alma del circo), hasta su menos gratificante, pero necesaria, ocupación de montar, organizar y trasladar de una remota ciudad a otra todo el complejo tinglado del circo. Vamos, que lo mismo te planchan un huevo que te fríen una corbata de payaso. Eso es vocación de artista y no lo de Operación triunfo.

Me contaron, también, la bonita historia de amor entre la elefanta y el camello, que relatada por los sublimes payasos, adquiría mucha más relevancia y profundidad. Una historia de penurias, carencias y supervivencia de unos animales salvajes que encuentran, entre los carromatos de un circo, el tiempo y el lugar apropiado para el cariño, la ternura y, ¿por que no?, el amor sin condición. Un relato que da pie a nuestra imaginación para elucubrar mil y una situaciones, aventuras, travesuras y alegres desenlaces entre esa extraña pareja de animales. Y no por ser imaginarias dejan de ser reales, al fin y al cabo, solo la idea de su amor y su amistad ensancha nuestros corazones y dispara nuestra ternura hasta lo más alto de nuestra condición de seres humanos. (Sobre todo, la de esos proyectos de adultos sin consumar y la de esos otros niños de más de treinta años, que olvidaron por el camino el significado de la palabra amor). Es un ejemplo a seguir, una amistad incondicional entre animales que no entiende de especies (Razas), de culturas, de credos, patrias, codicias, sexos, vilezas o cualquier otra barrera social que hace imposible la buena relación entre nosotros, “los humanos”.

Imbuido por ese espíritu del “buen rollito” y la melancolía, le contaba a mi compañero de trabajo (Y sin embargo, buen amigo) Alex, la historia de la elefanta y el dromedario, y abundaba en mi intención de escribir este artículo sobre ellos. Él, traspasó el relato a sus personas queridas y a todos les emocionó la historia de amor de aquella singular pareja. Días después me comentaba: - ¿Sabes?, al pasar cada mañana delante del circo, me resulta inevitable mirar hacia el cercado de Naila, e igualmente inevitable es que en mis labios aparezca una dulce sonrisa.

J.S.P - 2008

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