miércoles, 31 de diciembre de 2008

El niño que miraba las estrellas


‘El niño que miraba las estrellas’

Era la hora bruja de una gélida noche invernal. Trataba de ponerse al día con sus escritos, pero las musas, como todas las féminas, se eternizaban en el tocador. No encontraba el manantial de la inspiración y, atascado entre papeles en blanco que se resistían a disfrazarse de actores para la escena de las letras, se debatía entre desplegar las velas de la nao que le lleva por los piélagos del mundo virtual, o arrellanarse entre los mullidos senos de su sillón orejero y disfrutar de un viejo brandy, acompañado de una nube de humo añil caribeño.

De momento encendió un cigarrillo, dejándose llevar por sus volutas de tibia nebulosa láctea que iban formando caóticas caracolas plateadas según ascendían por la habitación. Desistió de su cita con la caprichosa Polimnia – Otro día será mas complaciente, pensó - , y dejó volar su imaginación más allá de las cristaleras, que abrían oscuras balconadas sobre la enorme bahía desplegada a sus pies. La noche era inalcanzable, cristalina hasta el dolor de sus ojos, tan gastados por el uso abusivo y la pila de años que los lastran. Después de recorrer visualmente las luces que definían, acotándola, la línea que separa los alienantes asentamientos humanos de la serena y misteriosa mar mediterránea, sus ojos se fijaron en un lucero que, acompañado por su gemelo, tiritaba iridiscente atraído por la cuna de los temporales del arisco lebeche. Aquel par de mellizos estelares, fueron el punto de partida para una serie de pensamientos encadenados que le precipitaron, de forma vertiginosa e irracional, hacia otros lares y otros tiempos tan lejanos como ocultos entre los aletargados repliegues de su memoria:

Se vio, a si mismo, asomando una desgreñada cabeza por entre las lonetas que formaban la puerta flotante de su tienda de campaña. En el interior, ella dormía cálida y plácidamente, rendida tras la larga y dura caminata de la jornada y superadas sus fobias hacia los campechanos bóvidos, que hacían de los laterales del endeble armazón de tela y fibra de vidrio, almohadas donde reposar sus tozudas cabezas. La noche era prima hermana de la actual, noche de cristal, pero ausente de contaminación luminosa. Oscuridad absoluta, solo turbada por la fosforescencia de las danzas de amor de las luciérnagas y aquel universo de majestuosas estrellas sobre su ínfima testa. Al final del inmenso prado se podía intuir el cristal oscuro del lago ‘Ercina’, que le atraía como un silencioso e irresistible imán. Se esforzó por poner en marcha sus machacadas articulaciones, que se resistían quejumbrosas a otorgarle la facultad de caminar, y encendió un cigarro para distraer su obsesionada mente de los estiletes de las insufribles agujetas. Empezó a caminar despacio, como tratando de reconciliarse con sus gruñonas extremidades. Contemplaba el inconmensurable espectáculo desplegado, solo para él, en aquella milagrosa bóveda celeste. Y llegó hasta la orilla del espejo azabache, sentándose en una roca aterciopelada, que imaginó habría sido puesta allí como repensado estrado para tan singular ocasión.

Estando allí ‘flipando’, admirado por aquel inalcanzable infinito de estrellas, rememoró otros lejanos días que creía defenestrados de su memoria. Pero la mente humana es tan insondable como aquel universo que le miraba burlón desde las alturas:

Muchos, muchos años atrás, celebraban la Navidad muy lejos de su añorada tierra. Su familia se veía incrementada en esas fechas por los abuelos, desplazados desde la península hasta aquella remota isla para tal ocasión. Una de tantas noches, tras la cena, se sentaron todos los críos alrededor de la abuela, esperando y reclamando uno de aquellos cuentos que los paralizaban, dejándolos embobados, con los ojos como platos y admirados por la fantástica trama que les relataba. Al terminar su relato les invitó, ilusionada, a contemplar las estrellas:

- En Madrid ya no quedan luceros - Decía con voz de tristeza, la abuela –

Y los críos la miraban con lástima; pena por tener que vivir en un lugar donde no habían estrellas…

Sentado a la orilla del pequeño mar oscuro de las cumbres Asturianas, aquella extraña noche de Julio, se preguntó donde estaba aquel niño que miraba admirado y triste a la vez a su afligida abuela. Se preguntó que había sido de aquel proyecto de hombre, dónde estaban sus sueños, su alegría, su compasión por la anciana. Qué había sido de su inocencia, su ternura, su candidez; dónde estaban las ilusiones y la imaginación que lo nutrían y colmaban de vida. Se preguntó si él había hecho realidad los deseos de aquel niño, si se habían cumplido las fantasías que le hacían vivir. Se interrogó e indagó en el fondo de su corazón buscando respuestas a preguntas que no se pueden contestar.

En aquella noche mágica, noche fría del estío Cántabro, sintió una presencia a su lado, sintió una risa infantil demandando su complicidad. Aquella noche reencontró su añorada infancia, recobró unos sentimientos que daba por perdidos y olvidados. Se miró en los ojos de aquel niño sentado junto a él, y no vio tristeza en ellos, no vio reproche alguno. Su mirada y su sonrisa eran infinitas como la mismísima noche estrellada.

Y comenzaron a caminar cogidos de la mano, como dos camaradas, como dos compañeros de travesuras y aventuras inenarrables. Un sendero singular, bifurcado por la torpeza de los años, que felizmente se vuelve a trenzar. Él niño lo miró y dijo:

- ¿Sabes?, esas son las estrellas perdidas de la abuela…

‘Y su corazón volvió a sonreír’

‘Feliz Navidad para tod@s’

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